martes, 25 de enero de 2011

cuento de un rayo de luna (primera parte)

Un último relámpago de sol en las postrimerías del atardecer penetra, cálido aún, por una rendija de la madera de las contraventanas. Millones de partículas de polvo cobran vida y materia cuando el rayo las traspasa y acompañan su recorrido por la pared opuesta hasta que se apaga definitivamente dejando la habitación a obscuras, con sueño, y con canciones de carcomas afanadas en las vigas requemadas del humo de la chimenea. Roen los ratones y un gato negro expande sus pupilas iridiscentes que emiten una luz peligrosa y se desliza sobre las almohadillas de sus patas, sin sonido, acechando y preparando la envestida, cuando se abre la puerta y entra la claridad hiriente de una antorcha que avanza por el cuarto directa al hogar; cae sobre los leños ya dispuestos inflamándolos casi instantáneamente. Huyen los roedores y el gato, decepcionado por la frustrada caza, se acerca maullando a las medias de Olalla la meiga de Torneiros de Riocaldo


La llama ha menguado un tanto después del vigor inicial. Olalla coloca un tres pies sobre las brasas y, encima, una olla de mediano tamaño que pronto suelta un vaho apetitoso de caldo de berzas. El gato insiste incansable hasta que recibe un trozo de cuero cocido y se retira a un rincón a saborearlo. Se satura el olfato y deja de olerse la olla y sus efluvios. La llama mengua otro tanto mas y se queda hecha rescoldo luminoso. Arroja un tronco de carballo a la lumbre, que se quema despacio sin humo ni llama, y se tiende en un diván de muelles cantarines mientras evoca, como cada día, a aquel forastero que vino un día con su camioneta pregonando las excelencias de los colchones, somieres y divanes “El dormilón feliz”... No fue caro, pero fueron difíciles de domesticar esos muelles que, desde el primer día, cantaban canciones oxidadas. Enciende una radio tan ahumada como el resto del cuarto que suena en extranjero dulces músicas que hacen pensar en playas tropicales como las que conociera, hace tanto ya, en La Habana cuando su abuelo la reclamó para heredar su fortuna... que luego no era tal, sino un estercolero de deudas y fraudes que los acreedores rapiñaron sin piedad ni entre ellos. La voz femenina, de notas graves y reposada, de la radio recita versos de un tal Lorca, y desgrana las cuentas de un rosario hecho de canciones que se hacen mas y más empalagosas. Olalla se deja arrullar y rememora aquellas noches interminables en la esquina de los cafés y los hoteles de los ricos en el centro de la habana vieja ofreciendo por bagatelas y fruslerías un cuerpo que, sino fue el más bonito, fue joven y daba calor y, cuando menos, mereció el respeto que nadie le dio.


Humillación a humillación fue perdiendo la alegría y ganando los pesos de un pasaje que la devolvió hace un cuarto de siglo a Torneiros envuelta de un halo mágico de suposiciones y leyendas. Se trajo consigo un extraño naipe de figuras barrocas que ella llamaba Tarot y los de aquí acabaron llamándolo la baraja de Doña Olalla. Nunca supo en realidad como se metió a predecir y aconsejar a sus vecinos. No supo realmente jamas si existía algo mágico en sus pases. Solo sabía que mientras estaba distribuyendo las gastadas cartas sobre el tapete verde algo se adueñaba de ella y le hablaba en voz muy bajita susurrándole los secretos de sus vecinos. Alguna vez doña Olalla habló de los cuentos de la habana vieja sin pudor y sin querer encandilar a la audiencia; pero, como las más de las veces callaba y observaba desde el centro de un inmenso mar de melancolía, los de aquí, fascinados por su rara belleza inabarcable y sin edad, fueron añadiendo misterios al misterio e hicieron la leyenda tan de aquí que olvidaron que fue persona y la confirieron de dotes y artes de los antiguos druidas y la emparentaron y reencarnaron con éstos en un volver de los tiempos de Arturo y Breogán.


Olalla no logra rememorar cuando estuvo triste por primera vez. Solo percibe que la honda tristeza es parte de su más íntima esencia. Es como si siempre hubiera estado triste sin causa, como si la tristeza fuera una fibra, un hilo que teje su alma y la alumbra de conocimiento sobre sus semejantes. En sus pensamientos no hay juicios ni sentencias, solo una comprensión infinita de cada virtud cardinal y de cada pecado capital como si un crisol le revelara que los hechos de los hombres no son mas que puntas de tremendos bloques de hielo flotando a la deriva, dando tumbos entre las corrientes marinas, mostrando ahora al bienaventurado, ahora al pecador consumado, ahora al tibio, ahora al déspota, ahora al amante...


En un movimiento automático, a fuerza de hacerlo incontables las veces, desliza la mano a un cestillo lleno de hiervas aromáticas que lanza al rescoldo y sus ojos, entre el color de las aceitunas secas y la madera centenaria que conforman las vigas de la estancia, aumentan de brillo y se humedecen. Desde la distancia de su infancia oye su voz de niña, olvidada tanto tiempo, que la llama y la invita a abrir los ojos y mirar hacia su mano. Mira despistada atendiendo a la voz. Observa su mano, sus dedos largos y finos surcados por cientos de marcas diminutas que narran historias de las faenas de cada día y se duelen lacerados de los jabones. Observa las líneas de la palma que forman dibujos jeroglíficos que parecen que hoy quieren revelarse en todo su significado y Olalla presiente que conoce su significado, que cuentan, si aprende a leerlos, toda su historia. Quiere contemplar el envés de ésta, su mano, en la que nunca antes había reparado y la voltea rotando la muñeca mientras se le cuela en la mirada el haz de un rayo de luna que atraviesa una raja de las contras de la ventana.


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