lunes, 7 de febrero de 2011

Quijote de sábado en la noche

(Si Don Miguel de Cervantes y Saavedra levanta la cabeza no dudeis, mis amigos, que la mia cercena a bocados mientras arroja lo que de mí quede a los galgos o a los podencos. Le pidos mis mas humildes disculpas Don miguel por atreverme a remedarle en este pobre e insulso cuento, Ya sabe, querido maestro, que la ignorancia es atrevida y mi ignorancia es grande)


En un barrio madrileño, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha tanto vivía un hidalgo trasnochado de esos que buscan, un sábado noche alcoholizado, a dulcinea desencantada de la maleficencia que la convirtiera en labradora cabraloca, y, en como no la hallando en su pletórico resplandor de mieles de belleza, concluyen no haber Sancho cumplido su promesa de fustigarse las posaderas, beben otra copa y, cigarro en ristre, piropo antiguo, baba colgante y evidente, traje lamparillado, mirada enrojecida y mas sueño y voluntad que acierto, aborda a la gorda aquella meneante que, con sorna, le despacha y se oculta, risitas y cuchicheos, tras de sus amigas.


Bamboleos y tumbos, advertencia de algún camarero, un portero de garito que le dice “no”, le van empujando a la estación del metro donde le retumba la cabeza el primer convoy de la mañana devolviéndole la consciencia del ridículo, la cruda realidad solitaria y devolviéndole a su sesentametrino piso de dormitorio con cama de muelles flojos, cuarto de baño nunca silencioso, amarillo y oloroso, salón de sofás de símil piel gastados, nevera con carne de tercera pero de otra era y algo verde, una panera de corroscos repleta, cuatro latas de anchoas, sartén multiusos abollada y requemada, espumadera, lavadora andarina con mucha marcha terror de la vecina, una chavala que por cuatro perras barre para debajo de la cama y una portera que por lo que le queda aún, le deja rebañar del pote de las lentejas. Es esta y no otra la hacienda del que, dicen, llamaban Pepe o Pepito que en esto los eruditos estudiosos de esta certera y dolorosa historia no acaban de ponerse de acuerdo.


Transcurren sus días y sus semanas sin domingo. Ceden escandalosos los muelles de su cama bajo su peso al final de este sábado de pena que será gloria en sus sueños de quimera y amanece el lunes, - no recuerda si comió o bebió algo desde el sábado -, se incrusta en el metro. Ya en la obra acarrea, amasa, vuelve a acarrear, a veces bromea, silba a unas piernas que pasan, o solo babea. Bocadillo de la portera: tortilla hecha deprisa y quemada, nada de substancia, cervezas a la salida, mas metro, compra mas latas, pide mas pizzas, mas metro ruidoso, pagar a la chica que barre para debajo de las camas. No queda pela pero en tres o cuatro garitos aún le fían. Cerveza de nuevo, charla hasta las tantas con una moza desocupada que le cuenta sus desavenencias amorosas, le agradece la gran amistad que les une y le deja con la palabra en la boca y la soledad cotidiana, mas presente que nunca, a la primera que ella ve a un maromo musculitos que dice, “nena, tú tendrás problemas conmigo”. “¡Dulcinea!”, Dice en silencio. Mira en torno esperando que nadie vea como se queda apartado a un lado. Habla a cualquiera sin saber apenas que dice mientras, corazón a 120 pulsaciones, decide esperar una o dos horas a marcharse para no resultar evidente ni gritar “¡Dulcinea!” Y ser ridículo y verla desaparecer para siempre. Cuenta los segundos y aún las décimas de segundo y, en lo que ella baila, se deja estrujar y se aleja en esos juegos de seducción que se sabe gastar, él solo revive un tanto cuando pasa por su lado a pedirle otro cigarro, que pague el cubata o, simplemente, decirle dos palabras para acentuar la curiosidad del maromo musculitos. Contando segundos y segundos que nunca se acaban de contar va pasando una hora y aún otra y él sólo espera que sea mañana. Mañana ella volverá contando excelencias del maromo. Aguantará. Pasado el maromo estará con otra víctima. Ella llorará un poco mientras mira y otea para encontrar al siguiente. Él, en silencio seguirá diciendo con infinita dulzura “¡Dulcinea!” Y se sentirá por una centésima de segundo feliz de acariciar el pelo de la que parece tan deshecha. “¡Dulcinea!”.

Toma valor nervioso, -“apúntamelo, Mariano en mi cuenta”- y sale directo a clavarse los muelles de la cama en el costado. Sigue el martes o el miércoles o el jueves porque el dia es igual a cualquier otro y se encuentra de nuevo con un primero de mes de paga, demasiada cerveza, risas y juerga galopante a la que sigue otro día de masa y acarreos.


Un dia segundo del mes del equinocio de primavera chillan los frenos del metro en la estación de Banco de España escupiendo ríos humanos apresurados hacia sus oficinas y arrastra a Pepe hacia la mortecina luz de las ocho de la mañana en la calle de alcalá. Apresura el paso para doblar hacia Recoletos pero una nube surca su mirada y una lágrima muy vieja acierta a salir rodando mejilla abajo despeñándose sobre las baldosas rojas y blancas de los impares de la calle alcalá. Siente un temblor muy hondo y muy recóndito que va en aumento y siente algo rajarse como una sandía chocando contra el suelo. Mira sus manos rotas y arañadas de los ladrillos y el cemento para comprender que el tiempo se le escapa, los sueños no se cumplen, Dulcinea no aparece. Nace sorda pero creciente una rebeldía nueva. Baja sus manos al pantalón y se encuentra con su paga del mes prácticamente intacta, -¿quién pagaría las copas de anoche?-. Nota como conceptos muy básicos como El Deber, la responsabilidad y otros se diluyen en un éter vacío que los aniquila de todo sentido y 0echa a andar hacia la Puerta del sol mientras dice a un policía municipal y a dos voluntarios de protección civil –“hoy no me da la gana amasar cemento”-.


Llega a Sol, sigue por preciados hasta Callao y baja por Gran Vía hacia plaza de España. Cruza la plaza de España para enfilar princesa caminando por la línea divisoria de los dos sentidos del tráfico. Pitidos y palabras malsonantes le resbalan mientras prosigue su marcha goteando de cuando en cuando otra lágrima vieja y despistada. En Moncloa vuelve a la acera pero no se detiene. Camina por la cuneta de la A-6 y doce horas después comienza a subir el puerto de los Leones. En la cima, otras seis horas mas tarde, gira a la derecha, avanza cien metros y se sienta. No tiene frío, ni hambre, ni sed. Siente hormiguear las piernas y una maldición se le escapa del pecho en voz muy bajita. Otra lágrima vieja acierta a encontrar el borde del ojo despeñándose sobre los guijarros puntiagudos donde se ha sentado. Durante unos segundos contiene la respiración sintiendo como un fuego en el pecho va quemando lacerante con voraz urgencia. Nota como se tensan las cuerdas bocales; llena profundamente los pulmones y grita: -“¡hoy no me da la gana acarrear ladrillos!”-


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