miércoles, 4 de marzo de 2009

Carta a la luna de un lobo.


Los amores son como el sol de verano en la playa. Apenas puedes levantar la vista hacia él, que te deslumbra. Te tuesta y te da bronce, te quema cuando te descuidas. Apenas sabes como es su rostro porque no puedes sostenerle la mirada. Los amigos son como la luna. La miras y parece que deslumbra pero conoces su rostro porque no hiere la retina. Brilla con luz prestada y no siempre la ves. El Sol te quema aun cuando pretendas ignorarlo y cuanto más lo ignoras mas te quema. La luna esta siempre ahí arriba mirando y la encuentras cada vez que te acuerdas de ella. La luna desaparece de tu mente pero no se va; está ahí siempre para cuando quieres acordarte de su presencia. A veces la luna, cuando el sol desaparece por un tiempo de la vida, se empeña en dar el calor que su prestada luz no alcanza a producir... entonces los luneros salimos a contemplarla, manada de devotos sin ídolos, y lloramos las ausencias y los recuerdos.


Yo, que nací luna, quería ser Sol. No quería siquiera ser un sol de playa mediterránea de esos que sacan los matices azules de las casitas enjalbegadas de blanca cal que se acuestan sobre las colinas mirando hacia la mar. Mas bien quería ser un sol de media mañana en el mes de febrero que disipa un tanto el frío de los huesos y desentumece las manos de los labradores. Quería apenas ser un sol de invierno que se asoma tímido a través de las despistadas nubes que apenas recorre un corto tramo del día y ni siquiera alcanza el cenit ni llega a las umbrías donde el hielo se refugia hasta casi final de la primavera. Apenas quería ser un sol tibio y discreto y confortable que seca las alas ateridas de los pájaros y saca, por un instante, a los conejos recién nacidos de las madrigueras. Un sol, en definitiva, de esos que se deja vencer por los elementos y solo calienta cuando éstos se lo permiten. Pero un sol, eso sí, que brille con luz propia y que ciegue la retina de sus contempladores.


Pero soy luna y acompaño los sueños con mi pálida luz prestada. Floto aquí en el negro espacio y siento el frío de una luz insuficiente. Irradio esa luz gastada intentando calentar algún corazón solitario que me mire. Mi luz me la prestaron muchos poetas que hablaron de todos los sentimientos de la especie elegida dejándome sus palabras mágicas que intento hilar sin mucho concierto. Me prestaron también su luz todos los filósofos del mundo que quisieron definir al homo sapiens sin conseguirlo y yo navego y me mareo entre tanta idea. Y cada humano que acertó a pasar ante mí sin percatarse de mi presencia también me prestó su luz de sentimientos, contradicciones, melancolía y amor que yo acumulo sobre una bandeja de latón sin saber cómo administrar. Toda esa luz, infinitesimal parte de la luz, pero tanta luz para mí, voy irradiando con toda mi fuerza con un brillo que no tengo y un calor que apenas alcanza a llamarse tal.


Soy hijo de la luna y, cuando el mundo descansa, yo salgo a cantar la canción del lobo solitario sobre los montes y las colinas. Un canto viejo lleno de notas largas y melancólicas que habla de los sueños que no se realizan nunca, que cuenta cómo las princesas en sus castillos esperan la venida del príncipe azul y recelan de la noche que pudiera herir al amado, que relata cómo un amante llora a la ausente hasta el amanecer, que narra los recuerdos de una anciana que desgrana un último rosario antes de emprender un definitivo viaje sin retorno.


Soy lunero, alma hecha de ladrillos de melancolía, respiro melancolía y vivo navegando por un océano de melancolía acercándome de cuando en cuando a las playas de lo humano a sentir la envidia del solitario. Me escondo tras las rocas a admirar a los hombres y sueño las palabras que hilaría en honor de ellos. Reúno valor, si lo hay, y salgo a la arena con mi piel prestada de hombre a decir mi discurso. Pero, apenas la voz se forma en mi garganta, así como nace, ya muere desolada porque comprendo que no voy a decir nada. Siento entonces miedo del humano, regreso a las rocas, miro un momento atrás intentando recuperar el valor y, al final, pongo proa al centro de mi océano de melancolía donde está mi hogar verdadero y mi pobre esencia. Ahora estoy de regreso en mi hogar, en el centro de mi océano de melancolía y soledad. Estoy cansado y no quiero regresar a la humana playa. Siento un miedo viejo, rehuyo a los hombres porque son más grandes que mi comprensión y su contacto me reduce a nada, a mí, que apenas soy fotón de la prestada luz de una luna llena de febrero. Estoy bien aquí en el centro de toda la melancolía. Aquí soy yo. Aquí manejo mi máquina de tejer sueños y construyo un universo en miniatura suficiente para mí. Solo me turba saber que los límites de mi universo están cubiertos por una piel de hombre que los otros hombres ven. Me turbo porque los que me ven esperan que tras la piel haya, eso, un hombre y yo apenas puedo ofrecerles un fotón, un lunero, un lobo tímido y huidizo que espera que cualquier mano, que quizá solo pretendía acariciar, lleve un palo de duro abedul presto a golpear.


¡Oh, Dios, si es que eres!, ¡Que dificil me resulta, minúsculo fotón, corpúsculo elemental de energía, simular ser hombre y no desaparecer en el intento!. Estoy tan bien en el centro de mi soledad, en el fondo de mi melancolía, que no llego a comprender qué me impulsa a navegar a la playa de los hombres. Aquí soy un sueño que se sueña a sí mismo, pero en la playa de lo humano soy grano de arena que nunca quiso ser tal. No quiero ser arena que los pies hoyen, quiero ser fotón de la luz prestada a la luna que viaja solo y consciente por el espacio frío navegando sin timón ni norte.


No hay comentarios:

Publicar un comentario