miércoles, 11 de marzo de 2009

Cuento de la luna llena (tercera parte)

El rumor circuló por Torneiros de Ríocaldo y toda la comarca de Lobios y el Gêrés más veloz que los aluviones de principios de la primavera. Antes de la hora del almuerzo está todo el pueblo congregado espontáneamente en la tienda-café de Evaristo. Acaba de llegar el último grupo que había subido a eso de las once hasta el molino. No hay mucha variación en lo que cuentan, pero han visto sacos de harina fuera del molino y se atrevieron a cargar uno. Don Senén, el Sr. Juez de paz, se hace cargo de abrir el saco que relumbra como si dentro hubieran metido una vela. Desparrama un buen puñado de harina impregnada de luz sobre el mármol antiguo de una mesa de las de jugar al dominó y todos retroceden un paso. Es harina, sí. Pero esta como mezclada con motas o granos, aún más tenues que la propia harina, de algo que es luz de luna sólida. Silencio denso, respiración contenida. Las miradas van del saco de harina a la mesa, del juez al alcalde y de este al único licenciado, además del cura y del boticario, que hay en torneiros. Estallan todos a una en comentarios: vociferan... hay quien reclama al cura que certifique el milagro y los más le ruegan que exhorcise a aquel saco venido del Maligno. En medio del caos de voces, inexplicablemente, oyen todos claramente el tintineo de las campanillas de la puerta del café. Se vuelven a tiempo de ver cómo termina de abriste la puerta, con mucha calma, despacio, movida por una mano apenas recubierta de una piel traslúcida llena de pliegues centenarios y con un algo femenino que habla de una mujer que debió ser hermosa. Entra una figura casi etérea, casi sin solidez, cubierta por un chal negro de lino muy bien calcetado. Un pañuelo de seda sujeta el naciente de un cabello nevado por completo que alumbra tanto como la harina del saco. Es una mujer cuya cara emite un aura de antigua hermosura que los ciento tres años que arrastra no han podido ocultar del todo. Los más jóvenes no la conocen porque lleva mas de treinta años convaleciente en su cama esperando dar el salto al otro lado. Susurra alguien al cura que Dña. Iria, así se llama la mujer, era meiga y de las de armas tomar, que, decía su padre, que los viejos la temían y confiaban en sus remedios. Doña Iria avanza por el local dejando tras de sí una estela serena. Alguno se pregunta si camina o simplemente flota a algunos milímetros sobre el suelo. Una eternidad después, que a todos ha ido subyugando y calmando, llega al saco y mete la mano. La levanta y deja escurrir la harina-luz entre sus dedos mientras sonríe evocando tiempos remotos. Regresa desde muy ayer y sonríe a los de hoy con tal intensidad que todos tienen la sensación de que todo es perfecto y está en total calma. Una vocecilla leve y cristalina emite un “¡hum!” que hace callar incluso a las moscas y habla:

- ¡Ya está la Luna llena otra vez haciendo de sus misericordias!. La luna es fría y cruel para con sus amantes. Ignora plácidamente todos nuestros asuntos y se ríe en nuestra propia cara de nuestros fracasos y desazones. En general le importamos un comino a la luna llena. Nos observa y aprende nuestras historias para reírse allá en su Olimpo inalcanzable. Y se ríe, sobre todo, cuando alguno la dedica su amor y padece por ella. Conoce nuestra alma como nosotros conocemos la cama en que dormimos cada noche y, de tanto conocernos por dentro y por fuera, a veces toma partido. La luna sólo no se ríe cuando percibe que un alma humana rica en amor se va llenando de agujeros. Agujeros grandes y pequeños, agujeros que traspasan el alma de punta a punta, agujeros taladrados por la soledad que deja el que te abandona o te olvida. Agujeros perforados por la iniquidad de quien no te supo querer. Agujeros que horadan la vida como la carcoma en sus partidas de injusticia e incomprensión. Cuando la luna llena ve un alma en la que nace un agujero no actúa, pero deja de reírse por un instante. Pero, si los agujeros son tantos que ya no queda alma para contenerlos, la luna deja de sonreír, se inclina un poco, se hace líquida y se vierte sobre la mutilada alma para rellenar todos y cada uno de sus huecos y agujeros. Luego luna y alma se funden y se desparrama por los campos y los arroyos, descienden a los ríos y se van a flotar sobre el mar para que el sol las regenere y las evapore devolviendo una luna nueva a su residencia olímpica. Así la luna se va haciendo sabia fundiéndose con las mejores almas de los humanos. Así va riéndose cada vez más, en una escalada infinita de humanas experiencias, de las pobres vanidades de los egoístas que la contemplan y la pretenden. Los que, por un casual, se topan con la Luna fundida fluyendo en busca del mar deberían beberla: aquellos de alma noble sentirán una nueva energía que remplazará su sangre y serán clarividentes. Pero los que portan inquina en su corazón serán erosionados poco a poco hasta su desaparición. Y ahora: ¡bebed la luna!

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